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fiestas que en ellas se celebran, olvidando por completo su localización al abandonarlas. Según otras versiones habría una sola gran Salamanca en todo el país, probablemente cerca de la ciudad del mismo nombre, en la provincia de Coquimbo, dotada de numerosas intercomunicaciones subterráneas respecto de las sedes secundarias. Pero, sea como fuere, cualquier punto de convergencia de brujos está bajo la permanente y diestra vigilancia del imbunche, una deforme e idiotizada creatura, prisionera e instruída por aquéllos desde su primera infancia.

La magnitud temática y geográfica de esta función mítica ofrece una extensa aplicación en estudios psíquicos y sociológicos. Además, su aprovechamiento artístico aún puede abrir nuevos derroteros, hasta ahora sólo reiterado por nuestra literatura costumbrista; así como un correcto enfoque histórico-cultural serviría para interpretar objetivamente el proceso de aceptación, evolución y estado actual de éste y de los restantes seres de la mitografía chilena.

El criterio de dispersión, planteado de la manera más elemental, apunta a una dualidad de extremos: el de amplitud nacional y el de limitación local.

Un calificado exponente del primero es el diablo, que vive en nuestro folklore con una gran multiplicidad de formas, desde la de un niño de escasos meses, que atemoriza a cuantos acuden a sus gemidos a causa del exagerado largo de sus uñas y al desarrollo perfecto de su dentadura; hasta la de un caballero maduro, apuesto y elegante, vestido de riguroso luto, cuyo medio de movilización es un lujoso coche de cuatro caballos, absolutamente silencioso, y también negro del todo. Otras de sus apariencias comunes caen en el zoomorfismo, resaltando la de chivato, perro y serpiente; en cambio, la imagen novelesca del demonio rojo, con cuernos y cola, tiene su más generalizada y mejor expresión a través de los cuentos folklóricos maravillosos, en los que sale vencido la mayoría de las veces, situación de menoscabo que se agudiza en los versos a lo humano, al ser envuelto en un clima de jocosidad y de ridículo.

Las actividades habituales del diablo consisten en provocar sustos con su sorpresiva presencia, casi siempre al amparo de la soledad nocturna; en conseguir incautos para probarlos con toda suerte de tentaciones, algunas de las cuales son tan poderosas que sólo pueden rechazarse mediante el conjuro de las doce palabras redobladas; en servir de consejero y cómplice a los brujos negros. Pero, la más extraordinaria que se le conoce, por la demostración de poder y las consecuencias que involucra, es la concretada en el pacto que hace con los empobrecidos o los ambiciosos de mayores riquezas, a insinuación suya o a petición de éstos. Para tal fin, se realiza un encuentro a altas horas de la noche, en un