I .
Treinta y nueve años han transcurrido desde que tuvo lugar el incendio que vamos a recordar. Era una hermosa noche del mes de Enero. La luna iluminaba el mar con toda la plenitud de su blanca luz, y no perturbaba las aguas ni el más leve céfiro. Un inmenso bosque de mástiles se detacaba sobre aquéllas, casi en lí- rea paralela -con la línea dentro de la cual se extiende la ciudad de Valparaíso.
Hallábase por entonces en 'esta ciudad el famoso actor don Juan Casacuberta, gloria del teatro sudamericano, quien había anunciado, en beneficio suyo, un drama francés titulado “La man- cha de sangre”. La popularidad y la simpatía de que gozaba aquel ártista, así como la circunstancia de que la versión del drama ha- bía sido hecha por el argentino D. Vicente Fidel López, provoca- ron en el público interés y curiosidad por el espectáculo. Las puer- tas de la casa de La Borja, que servía por aquel tiempo de entra- da a su chingana, se utilizaban también como acceso a cierta pla: tea y palco escénico improvisados pera suplir el teatro que, por aquella época, no tenía todavía Valparaiso.
Eran las ocho de la noche. La cortina estaba ya para reco- gerse, cuando el público fué sorprendido con una noticia sensacic- nal: a inmediaciones del puerto se había producido un incendio y las llamas empezaban a devorar el gran edificio de la Aduana. Antes de seis minutos, el locai improvisado en honor de Talía, quedó desocupado. La curiosidad, ¡por una parte, y por otra la amenaza que importaba para todo un pueblo esencialmente mer- cantil, saber en peligro su principal depósito de mercaderías, pro- dujeron en la ciudad gran agitación.
En cuanto a mí, la amistad que me ligaba al célebre cómico me decidió a esperar su salida para ir con él al lugar del sinies- tro. Era conveniente tomar un camino excusado para hacer el trayecto, pues la policía detenía a los transeuntes y los enviaba a prestar servicios en la lucha contra el fuego. Casacuberta y yo nos dirigimos, pues, hacia la cumbre de los cerros, a cuyo pie se asienta la ciudad de Valparaíso.
El rodeo fué largo, pero dió buen resultado. Una hora después dominábamos el ígneo espectáculo desde la meseta del hermoso cerro Alegre.
II
Cierta rica propietaria y señora fastuosa, que gustaba de os- tentar su riqueza promoviendo grandes espectáculos, había hecho decorar los balcones de dos edificios dividos por una calle inme- diata a la Aduana. Un arco se había tendido del uno al otro, esta- bleciendo entre ambos comunicación aérea. En el piso inferior de una de las casas así ligadas, tenía establecido su taller un carpin-