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42 PEDRO ECHAGUE

tero, que por la noche salía de paseo, dejando la habitación al cui- dado de un muchacho. Pero esta vez la costumbre había sido al- terada. El guardián nocturno del taller había ido al teatro y por inadvertencia, o por negligencia, dejó ardiendo una lámpara en un rincón. Si dice la fábula que los montes alumbraron una rata, po- dría aquí decirse, haciendo un fácil juego de palabras, que esta vez debe haber sido la rata la que alumbró el incendio.

A poco de cerrada la puerta del taller, el fuego se hizo visible en su interior. No tardó en salir afuera por las ventanas quema- das, se propagó al arco y por él pasó a la acera opuesta el torren- te de llamas. Dos manzanas venían a quedar así invadidas por el incendio. Bajo su devoradora furia, las dos opuestas aceras se con- virtieron bien pronto en una masa informe de brasas y ruinas, humo y polvareda. Hasta el más pequeño detalle de la catástrofe era visible para nosotros desde el sitio en que nos hallábamos.

A eso de las doce, la luna llegaba a la mitad del cielo, pero palidecía entre la densidad del humo negro que se levantaba en los aires. Como evaporaciones del incendio, volaban en el espacio fuegos de variados colores. Era que ardían los explosivos y los alcoholes de los almacenes subterráneos, proyectando hacia arriba sauellas especies de fuegos fatuos que volvían a caer, todavía en- cendidos, en la gran hoguera.

A excepción de lo; enfermos, todos los habitantes de la ciu- dad estaban allí presentes. Los jefes de las estaciones navales ha- bían enviado a tierra las tripulaciones, y sesenta bombas de dis- tinta capacidad derramaban agua sobre catorce manzanas ata- cadas por el fuego. Edificios enteros se destruían a golpes de pico para aislarlo.

Los combatientes emulaban en actividad, en su lucha contra el elemento desencadenado. Cada dotación de marineros quería que su pabellón quedara airoso, y muchos de aquellos infelices contri- buyeron con su cuerpo al pábulo de las llamas. El más ligero viento hubiera bastado para que el fuego no dejara rastros de Val- paraíso; pero la calma de la atmósfera se mantuvo hasta la auro- ra, y gracias al infatigable tesón con que se trabajó, el elemento fué dominado al fin.

Casacuberta y yo contemplábamos silenciosos aquel: espectácu- lo, a un tiempo magnífico y terrible. A medida que el fuego avan- zaba, nosotros retrocedíamos substrayéndonos a la lluvia de chis- pas y cenizas. No sé qué distancia recorreríamos así, insensible- mente. Lo cierto es que de pronto una baranda de hierro nos de- tuvo. Era la baranda de un sepulcro. Al centro del recinto ence- trado por ella, se destacaba una losa, y sobre la losa un epitafio que pudimos descifrar: mos encontrábamos ante el sepulcro del General Lavalle. .

Para tan gran muerto, era acaso necesaria tan imponente lu- minaria. No se ha levantado todavía el obelisco que debería, a la fecha, señalar la presencia de sus cenizas junto a las riberas del Plata. Mientras la justicia póstuma cumple con su deber, los des- pojos de uno de los más grandes campeones de la independencia sudamericana han peregrinado por tierras extrañas, antes de en- contrar reposo eterno en la propia.

Lavalle había nacido para no respirar otro aire que el de la libertad, y cuando dos tiranos la conculcaron en el Plata, él lidió tor reconquistarla, con la fe de los mártires y la constancia de los héroes. Bien estaban sus huesos en aquella altura, inmediatos a la región de las nubes, aguardando la repatriación. Nosotros, lle- vados por la casualidad, completábamos la fúnebre alegoría. Te-