en el bosque y en el campo los pájaros más me- lodiosos, en que rasgase el aire azul el grito del cuclillo y en que el arroyo rumorease por la pra- dera florida. En tales momentos daba dicha oírle; su vecindad animaba, y sus palabras ensanchaban el corazón.
Invierno y verano, vejez y juventud parecían em- peñados en su alma en pugna y alternativa eter- nas; pero era de admirar que un hombre de se- tenta a ochenta años, como él, la juventud ven- ciese siempre, y aquellos días otoñales e inverna- les fuesen rara excepción.
Era grande el señorío que sobre sí mismo ejer- cía, y que formaba una de las cualidades relevan- tes de su naturaleza. Era el hermano de aquella prudencia eminente que le permitió dominar siem- pre sus asuntos y que dió a sus obras la acaba- da perfección que admiramos en ellas.
Esa misma cualidad, empero, daba no sólo a muchos de sus escritos, sino también a su con- versación, cierta continencia y discreción. Pero tan pronto como un demonio feliz se apoderaba de su ánimo, en algunos momentos dichosos, abando- nábale ese dominio de sí, y su palabra entonces se precipitaba fresca, juvenil, como el arroyo que desciende saltando de las altas cumbres. En es- tos momentos decía lo más grande, lo más per- fecto que en su naturaleza había, y se comprende que, pensando en estos momentos, hayan dicho sus amigos que su palabra hablada era superior a la escrita e impresa. Decía Marmontel, hablan- Zene Wade Cama