Aquí llegaba Benjamín en su afluente desbordamiento, cuando un
—«Mátame al sabio», de Juanita que soñaba, le hizo comprender que su erudición era inútil y dió por terminada la conferencia.
En esto un hombre, que con una linterna encendida en la mano doblaba la esquina, desembocó en el quadrivium.
—¡El loco!—gritó Benjamín reconociendo á don Sindulfo, que en efecto venía en busca de los fugitivos; á cuya voz despertáronse los tres durmientes como si hubiesen sentido un sacudimiento galvánico.
—¡Favor!—exclamaron las infelices, abrazándose en defensa mutua.
Pero Benjamín, para quien aquella luz era como el relámpago para el caminante perdido en las tinieblas, ántes de que su amigo les apercibiese, corrió á su encuentro vociferando como el sabio de Siracusa cuando al dar con la teoría del peso específico dicen que salió desnudo del baño repitiendo: ¡Eureka!
—¿De qué se trata? ¿Ha vuelto á la vida mi rival?—preguntó el demente persiguiendo su manía.
—No. He hallado el secreto de la inmortalidad. Leamos, alúmbreme usted.
Y consultando los cordelillos, su pecho se dilató al