queta nos sirven pescado frito, langostines y ostras frescas, que unas vendedoras muy jóvenes y bien ataviadas abren y preparan en elegantes casilicios alineados al borde del parapeto del muelle; y todo esto rociado con Salerno y Siracusa, y amenizado con las picarescas canciones de tanta Malibrán en flor y tanto Paganini degenerado como fecunda en aquella tierra privilegiada la lava del Vesubio.
Una carretela nos aguarda. Subamos á ella y sigamos la herradura de la bahía. Al cabo de dos horas de marcha, me preguntas admirado si aquella calle de Nápoles no acaba nunca; y tu asombro crece de punto al saber que hace más de una y media que hemos dejado la ciudad, y que aquella serie interminable de quintas, caseríos, villas y hasta palacios, no son otra cosa que pueblecillos, jardines y granjas que se suceden sin interrupción ni intervalo desde Nápoles hasta Reggio, extremo occidental de la Italia en el estrecho de Mesina. Nosotros nos paramos en Portici, donde, á defecto de la Muda del maestro Auber, encontramos á un locuaz arriero, que nos prepara las caballerías para la ascensión al Vesubio.
Larga y penosa ésta, fuera del interés científico que puede despertar en un geólogo, no tiene otro encanto que la satisfacción de haber marchado sobre cenizas, la vanidad de haber tocado los bordes de su inmenso cráter y oído la bronca respiración de sus pulmones; y para el que, como yo, madruga poco, haber asistido á la iluminación del golfo por los primeros rayos del sol naciente. Plata en el mar, verde en la montaña, rojo en el horizonte, azul en el cielo, tornasoles en la ciudad, perfume en el ambiente, música en el espacio, luz en el aire. Tú, poeta, dispón en tu fantasía y como te dicte el sentimiento, los colores y los ruidos que te libro á granel; pero que son los verdaderos componentes de una alborada en Nápoles.
Desde allí, y por otra vertiente, las acémilas nos