tas, dos pantalones y cuatro chalecos fuera de uso. Fué un cambalache de cristal por paño, muy admitido entre los joyeros falsos cingaleses.
Desembarquemos; pero no me preguntes lo que es Punta de Gales; no lo sé. Allí no hay calles; son bosques inmensos en los que, diseminados, encuentras templos, casas, chozas, hoteles, agencias, joyerías; coches que se cruzan con carretas tiradas por bueyes pequeños, que trotan como caballos, bayaderas que bailan, magnetizadores de serpientes que las electrizan al són de la flauta, juglares que te asombran, titiriteros que te horripilan. Ya sabes que los indios del Malabar son los más hábiles gimnastas que se conocen; estoy persuadido, sin embargo, de que van á maravillarte estos dos ejemplos de acrobacia y prestidigitación de que he sido testigo en uno de aquellos jardines que llaman plazas.
Un hombre coloca tres venablos ó chuzos atados en forma de trípode y con los hierros hacia abajo, sobre el puño de un sable; apoya la punta de éste sobre una lanza, y acostándose en el suelo, tiene todo aquel armatoste en equilibrio sobre su frente, hasta que dándole una sacudida, despide la lanza por un lado, el sable por otro y los venablos vienen á clavarse en el suelo entre las rodillas y los sobacos del titiritero.
Otro individuo puso sobre una mesa, sin tapete, una canasta de mimbre, en la que, encogiéndose mucho, se arrebuñó un muchachuelo; cubrió el cesto con su tapa, y blandiendo un enorme cris, se entretuvo en dar de puñaladas al continente y al contenido. Oyéronse los ayes más desgarradores, la sangre corría por la mesa...
—¡Basta! ¡Basta!—gritamos todos, no dando crédito á nuestros ojos.
El juglar destapó entonces el canasto; el canasto estaba vacío y el rapazuelo entraba en el corro pidiendo con su platillo unas monedas de cobre por aquel inconcebible espectáculo al aire libre.