Con ellos alternan los mandarines modernos en traje de gala, con vestas y capacetes de seda del mismo color en cada individuo, y mil reproducciones del iris entre todos; los bonzos, de cabeza rasa, y los ejecutores de la justicia (séquito de los grandes personajes), con sus hopalandas negras, uno como cencerro de mimbre oscuro en la cabeza, y portador cada cual de un instrumento de suplicio.
Á las banderas, grandes como las de los gremios valencianos, suceden niños á caballo en traje de emperadores de la dinastía de los Ming. Detalle curioso; entre las cabalgaduras figuraba un pollino, especie rarísima en estas regiones. Á aquellos siguen timbaleros redoblando sus tamboretes de metal (porque aquí se puede repicar y andar en la procesión); andas con objetos raros, perfumes, pagodillas, músicas, angarillas con comestibles y bebidas para los que tengan necesidad de reconfortar sus fuerzas; armarios con trajes para reponer los desperfectos, cuadros de talla, lemas, parasoles de flores naturales, y multitud de centenares de representaciones humanas, simbolizando pasajes de su teogonía, cuya explicación no es de este lugar, pero cuyo efecto sorprendente no puedo dejar de transmitir.
Imagínense los lectores un pescador y una tancalera colocados de pié sobre un torniquete giratorio; él echa las redes, ella rema; ambos dan vueltas como la tablilla de un barquillero, y ninguno se cae ni oscila, á pesar de ser párvulos como todos los actores de esta especie de autos religiosos.
Otra de las andas es una mujer que se abanica mientras que un mandarinete se sostiene en equilibrio sobre el país del abanico.
Ya un anciano tao-tsé ve brotar un guerrero de su dedo índice, ya una virgen se posa sobre la cabeza de una paloma viva, ora dos héroes cruzan sus partesanas y sostienen terrible lucha en el aire, ó un budha