en fin apoya un pié en los pétalos de un lotho mientras en su infantil mano se yergue su elegido, que vuela á la región de los espíritus descartado de su envoltura material. No se ve ni un alambre, ni el menor asomo de mecanismo: aquello asombra.
Precedido de un lujoso acompañamiento y al són de atambores (algunos del tamaño y configuración de una pipa de cien arrobas sobre la que pegan á quien más puede dos robustos mancebos), aparece el dragón cornúpeto; monstruo de cartón con escamas de oro y marabus en las articulaciones, con cincuenta metros de longitud, tres mil duros de coste, y admirable obra de atrezista cantonés. Es llevado por treinta hombres, que ejecutan con él variadas evoluciones, y el público le saluda con cohetes y petardos, que se confunden con los acordes de la música que graciosamente y en honor del pueblo chino, ha dispuesto el señor gobernador de la colonia que toque á su paso por delante del palacio. El reptil, en cambio, recorre todo el vestíbulo, pues sabido es que donde mete la cabeza el tal animal sagrado, entra la felicidad.
Cierra la marcha la guardia de honor, ostentando armas blancas de una rareza que casi frisa en extravagante. Lanzones, partesanas, pinchos, medias lunas, harpones, horquillas, machetillos y adargas de mimbres son los objetos más salientes de aquella hoy ya inocente armería.
Y aquí da fin este desaliñado relato hecho á vuela pluma, para que no pierda su sello de oportunidad.