compongo las miserables veinte leguas de gases que circundan el esferóide en capas concéntricas, sino que al desalojarlas logro navegar en el vacío impidiendo que mi vehículo se inflame con la frotación atmosférica. Porque, volviendo á los símiles: la atmósfera no es más que una aglomeración de átomos imperceptibles, del mismo modo que una playa no es otra cosa que la reunión de millones de granos de arena. Ó si la queremos más perceptible, la atmósfera és una vastísima plaza pública llena de gente en un día de revolución. Si un hombre temerario é inerme se empeñara en llevar corriendo un parte de un extremo á otro contra la oposición de la atmósfera popular, sucedería que empellón de aquí, tirón de allá, resistencia de todas partes, perecería sin remedio entre las ondas de aquel revuelto piélago, como el Anacronópete acabaría por desaparecer abrasado en su carrera en razón de la frotación y el movimiento.
Pero ¿qué hace un gobernador prudente representado en esta circunstancia por la ciencia? Le da un caballo al encargado de llevar el parte (la electricidad aplicada al Anacronópete), le rodea de un piquete de caballería (los cuatro aparatos neumáticos), y les ordena que, lanza en ristre, desemboquen por una de las calles adyacentes. El fenómeno que se opera es de todos conocido. Los átomos se dispersan delante de los lanceros; las moléculas que quedan atrás tratan de llenar el hueco originado por el desalojamiento ó sea la dispersión; pero, como la caballería camina con más velocidad que los amotinados de la retaguardia y los de delante huyen fuera del alcance de las picas, los grupos desaparecen, y el parte, libre de toda fuerza de resistencia llega á feliz término sin obstáculo alguno galopando por el vacío que le van abriendo las lanzas del escuadrón.
El auditorio delirante iba á prorrumpir en una entusiasta exclamación; pero se detuvo al ver que el in-