otro, en fin, con una cadena sujeta á la garganta, y de cuyo extremo inferior pende una piedra como un queso de bola, en la que estriba su libertad, pues sólo puede recobrarla el día en que, por efecto del uso, el adoquín se desprenda de la cadena.
Los mandarines encargados de administrar la justicia, proceden también por corazonadas. Cuando hay un delito que castigar, echan mano del presunto reo; pero si éste se fuga, lo substituyen con su pariente más próximo, ó en defecto de familia, con el vecino más inmediato. El interrogatorio da principio, suspendiendo al que va á servir para satisfacción de la vindicta pública, á un como banquillo de cama puesto en sentido vertical, amarrándole por los pulgares de manos y piés. Por no prolongar esta posición insostenible, el acusado reconoce las más veces una culpabilidad de que está inocente; y ya convicto, no hay más procedimientos ni apelaciones: se le mete en la cárcel y se aguarda la llegada de la primavera, que es la época en que á granel se verifican las ejecuciones. Ya no consisten éstas, como antiguamente, en aserrar en dos á lo largo á la víctima, ni en cortarle lentamente en miles de pedacitos, ni en quemar á fuego lento, ni en ninguno de tantos primores como aún se admiran en efigie en la pagoda de los tormentos; pero se flagela hasta la muerte; se divide viva en setenta y cinco trozos á la mujer adúltera; se estrangula á los cómplices atándoles una soga al pescuezo y tirando un verdugo de cada uno de los cabos; se tritura liando al reo con una cuerda y oprimiendo el cable á merced de un torno; y se decapita, por último, á gusto del consumidor; porque si es pobre, se arrodilla en el suelo con las manos sujetas á la espalda y recibe dos ó tres sablazos, hasta dividirle la cabeza del tronco: si tiene con qué pagar la supresión del sufrimiento, elige un ejecutor afamado, que con sólo apoyar en la nuca la hoja, le corta de un golpe las vér-