¿Asistir á las academias? Perdone por Dios, hermano. De pedrea todos los días, eso sí, con los pilletes de la puerta de Santa Bárbara; y llenos andaban los encantes de sus libros de enseñanza que malvendía para comprar un tendido de sol en los novillos, su pasión dominante. Él era siempre el primero en saltar á la arena en cuanto tocaba el turno de los embolados para el público, y más de un revolcón le costaba la aficioncilla. Su aula predilecta era el matadero, de donde siempre volvía con algún chirlo más y unas tajadas menos.
En la casa todos eran sus víctimas. Tan pronto era el perro de aguas, compañero inseparable de don Abundio, el que atado por el rabo y sujeto á una escarpía de la pared, pasaba media hora boca abajo atronando la manzana con sus aullidos, como el minino el que, con un mazo de cohetes encendidos en la cola, salía bufando por la calle como alma que lleva el diablo. El pobre tutor le hacía reflexiones amenizadas siempre con su poquito de Historia para ver si, por la misma puerta por donde trataba de inculcarle la morigeración y el respeto, le entraba también la instrucción; pero, nada; era como lavarle la cara con jabón á un burro negro.
Un día en que León había atado mano con mano y pata con pata á los dos pobres bichos, unidos así de costado como los hermanos siameses, y los había lanzado á la calle con unas alcuzas en las extremidades posteriores, don Abundio que atropellado por