en paz á los animales; pero la emprendió con las personas; y así llenaba de recortes de ortiga la cama de su tutor, como conteniendo el aliento y de puntillas, se acercaba por detrás á la alcarreña mientras espumaba el puchero, de bruces sobre el fogón, y metiendo una mano entre el zagalejo corto y sus piernas sin medias, le clavaba los dedos en la robusta pantorrilla al par que imitaba el ladrido de un perro; con lo que la pobre muchacha al principio se asustaba mucho; pero luégo se fué acostumbrando.
Las cosas iban llegando á tal punto que el infeliz don Abundio no gozaba momento de reposo. César Cantú, Lafuente, Mariana y multitud de historiógrafos habían desaparecido de su biblioteca y tomado la forma de tendidos; el uniforme de teniente de nacionales yacía en una casa de préstamos de donde salió el dinero para una tienda de manzanilla. Finalmente una noche en que, á hora muy avanzada, León se dirigía á oscuras desde su cuarto al de la alcarreña con intención de darle algún susto, tropezó en las sombras con su tutor que, con los brazos abiertos, buscaba la manera de orientarse por el pasillo.
—¿Qué hace usted aquí?—le preguntó con severidad don Abundio.
—¿Y usted?—le replicó el mozalbete.
—Yo he sentido pasos; y temeroso de alguna trastada de las de usted, me he levantado á velar por el reposo de esa inocente criatura.
—Pues yo he venido á preguntarle si había puesto á remojo los garbanzos.
Y al día siguiente, con el pretexto de dar un paseo matinal, tutor y pupilo se encaminaron á la calle de Sal si puedes, donde Leoncito quedó como pensionista en el colegio de don Tranquilino Verdugo, bajo la advocación de San Juan Capistrano.
Ustedes habrán oído decir, y por si no yo se lo digo, que no hay nada peor que un chico travieso á no ser