da para hacer creer á los que los ven que van; el ruido, el sol, el conjunto, en fin, trastornaron el juicio del hijastro de doña Remigia, y unas se le iban y otras se le venían sin cocérsele el pan en el cuerpo. De repente la luz parece como que adquirió más intensidad y el ambiente un olor como de carne muerta y tripas rotas. Todas las miradas convergieron á un punto dado. Era la cuadrilla de chulos que en coches abiertos se dirigían al redondel luciendo colores, lentejuelas, moñas y pasamanería. La sangre afluyó al corazón del aficionado y un velo cubrió su vista; pero no tan tupido que le impidiese percibir entre la comitiva á un picador que, caballero en una alimaña, llevaba á la grupa á uno de esos pilletes que les sirven de escuderos y que, bajo la égida de su protector, tienen entrada triunfal y gratuita en la plaza. León no resistió más; echó á correr como deudor perseguido por acreedores y, agarrando de un tobillo al escudero, lo desmontó de una sacudida y de un salto ocupó su lugar. Aunque se subía el embozo del capote para no ser conocido, sus camaradas de colegio le olfatearon y fueron con el soplo á don Tranquilino que, ahogado por la pena, y en la imposibilidad de darle alcance, volvió á casa con la ruta y participó á don Abundio lo ocurrido, consignando en la carta su irrevocable resolución de despedir al mozalbete.
El ex-catedrático de Historia, que le estaba poniendo á la alcarreña unos pendientes de similor que le había regalado por su buen comportamiento, recibió la misiva como si fuera el casero, es decir, de mal humor, y se echó á la calle confeccionando un discurso con que ablandar á don Tranquilino y evitarse la irrupción del ahijado en su hogar, si bien metiéndose tres reales en el bolsillo del chaleco para, si no lograba convencer al señor Verdugo, comprar á su criada unas medias de estambre. En todo pensaba el bendito señor.
Llegado que hubo al colegio de San Juan Capistra-