no, pudo convencerse de que la determinación de don Tranquilino no tenía vuelta de hoja. Le ofreció aumentarle los honorarios, le habló de Cicerón y de Séneca probándole que sabía más que ellos. Nada, ni las dádivas, ni la adulación quebrantaron aquella naturaleza de diamante:—Usted que tiene criada—concluyó por decirle—comprenda usted lo que á la mía le espera.
En estas estaban departiendo en el refectorio, pues ya había anochecido y los muchachos cenaban bajo la vigilancia del director que andaba viendo á quiénes tocaba el turno del castigo para ahorrarse las diez raciones que diariamente suprimía bajo el pretexto de penas correccionales, cuando se presentó León con la gorra encasquetada y embozado en un capote que, si no tan roto como el del lazarillo de Tormes, quien tiraba piedras sin desembozarse, estaba reducido al tercio de su peso específico en virtud de tanto agujero por donde se tamizaba su individuo.
Verle llegar y caer sobre él una granizada de improperios de don Tranquilino y don Abundio acompañada de una rechifla de los imberbes fué cosa simultánea. León impávido se mantenía de pié en un rincón.
Restablecido el orden y penetrado el tutor de que no tenía más remedio que compartir el hogar con su ahijado, pronunció su discurso de despedida y exhortó al reo á que pidiera perdón á su víctima. Resistióse aquél, y como don Abundio se empeñara en apelar á la violencia, el muchacho dejó caer su capa en el suelo, blandió un par de banderillas que ocultas llevaba y, aprovechando la actitud de don Tranquilino que había dejado caer su pañuelo de yerbas y se disponía á recogerlo, se las clavó de frente en medio de las dos paletillas y emprendió la fuga entre la algazara de los alumnos, los berridos del director y las convulsiones de don Abundio que, con la boca á un lado y agitando piés y manos como si nadase, se revolcaba por los sue-