—Pero...—insistía el profesor titubeando.
—Si no me abrazas para probarme que no me guardas rencor por haberte echado de mi casa, me incomodo.
Y los dos amigos se confundieron en un estrecho abrazo.
—Ahora vente conmigo y te enseñaré una praderita donde hay unos pastos con los que te vas á chupar los dedos, pero te encargo que delante de gente no me llames Serapio sino Manteca. Y tú qué nombre tienes?
—Á mí me llaman Pendenciero.
—Y lo eres, según me han referido.
—Chico, no es esto revolverme contra lo que ya no tiene remedio; pero encuentro que mi transmigración no es justa.
—Hombre, no le dan á uno á elegir. Yo tampoco merecía esta suerte; pero ¿qué hacer? Hay que conformarse. Después de todo, esto no es tan malo; y si en vez de mostrarte bravucón y gallito haces por aparecer reflexivo y prudente, llegarás á verte como yo, y ya tienes tu vida asegurada.
Y departiendo así, los dos amigos recorrieron la dehesa con gran contentamiento de los pastores, que en aquella unión no veían sino el ascendiente de Manteca, cuya fama de cabestro número uno quedó asegurada para siempre.
Y así transcurrió como medio año, hasta que un domingo del mes de Julio...
Pero lo que sigue merece capítulo aparte.