—¿En dónde estoy?—se decía para sí don Abundio dando vueltas y más vueltas en un pequeño espacio sin luz alguna cuyos límites medía con la cabeza y con la cola.—Vamos á ver, recojamos las ideas—se repetía.—Ayer por la tarde con cinco compañeros más y acompañado de don Serapio y algunos otros cabestros, me metieron en una jaula de madera y me empaquetaron en un wagón del ferro-carril; pero las portezuelas eran tan altas que no pude orientarme en todo el trayecto. Por la noche, que era oscura como boca de lobo, nos desembarcaron á todos juntos; custodiados por zagales, vinimos á un corralón en donde sin pegar los ojos, la hemos pasado tratando inútilmente de explorar el terreno y haciendo comentarios sobre lo que nos ocurría. Esta mañana, obligándome á pasar por un corredor con puertas á los lados, una de las cuales estaba abierta, y con gente por arriba, á quien no he visto, si bien oía su algazara, han empezado á pincharme y á hacer conmigo tales cosas, que me metí no sé por dónde y de repente me encontré encerrado en este cu-