mentos con el nácar de las ostras á medio abrir que servían de lecho á las perlas embrionarias. ¡Qué artística agrupación la de aquellos minerales incrustados en fragmentos de rocas, rodeados de copos de algodón en rama, ceñidos por verdes aristas de cáñamo y cruzados por residuos de cintas que, de confección anterior á aquel momento histórico, conservaban su integridad como un anacronismo de la moda en la armonía de descomposición de la naturaleza!
La estupefacción era unánime; el entusiasmo indescriptible; pero el tiempo no se detenía en su carrera y el fenómeno empezó á tomar proporciones alarmantes, Los productos transformados en primeras materias dejaron en breve de adornar los contornos de aquellas humanas esculturas. Traspuesto el período en que cada porción de materia había sido arrancada de su asiento, las fracciones comenzaron á desertar en busca de sus matrices. El vellón desaparecía para adherirse á la oveja; la ostra atraída por el banco corría á sepultarse en las costas de Malabar; el algodón huía á hundir sus raíces en las llanuras norte-americanas y la cabritilla de los borceguíes despojada del curtido, volaba á revestir el esqueleto de la inocente res de los Alpes, mientras por los huecos que dejaba la deserción asomaban trazos dignos de inspirar el desnudo á los clásicos escoplos de Miguel Angel, Praxíteles y Fidias.
Las viajeras al contemplar su desnudez se taparon el rostro con las manos, que el pudor es algo inherente á la hermosa mitad de la especie humana, y prorrumpieron en tan desaforados gritos, que don Sindulfo y Benjamín, dejando aquel sus apuntes y éste sus clasificaciones, corrieron en averiguación del alboroto.
—No se puede entrar—decían unas al apercibirse de que los sabios trataban de abrir la puerta.
—Ya tenemos bastante—exclamaban otras.
—¡Ay! Mi corsé...—gritaba una tercera.