Clara y Juanita, á quienes los sabios al verlas llegar despavoridas pusieron al corriente de la situación, penetraron en la estancia; y asustadas ante tan insólito espectáculo volvieron á salir pidiendo auxilio á la ciencia.
—¡Hombre de Dios! Que se van á constipar esas señoras—vociferaba la maritornes.
En esto Benjamín que ya había comprendido la situación, llegó con unos transmisores del fluido de la inalterabilidad; y pasándolos por la puerta entornada, aconsejó á las excursionistas que se agarrasen á ellos. Hiciéronlo así ellas, y con cuatro vueltas al aparato y otras tantas docenas de quejidos de las víctimas, quedaron estas fijadas y remediado el mal.
—Prestadles unos vestidos vuestros—dijo don Sindulfo á su pupila y á Juana, en tanto que él y Benjamín desternillándose de risa tornaban á reanudar su tarea en el laboratorio, comentando el incidente. Pero apenas el políglota se había dejado caer en su asiento, cuando con los cabellos de punta y lanzando un grito desgarrador volvió á levantarse como si un sacudimiento galvánico le hubiese arrancado de la silla.
—¿Qué ocurre?—le preguntó el sabio acudiendo en su socorro.
—¡Mire usted... mire usted!...—balbuceaba el infeliz, señalándole la célebre medalla conmemorativa comprada en la almoneda del arqueólogo madrileño y atribuída según el catálogo á Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.
Don Sindulfo tomó el disco que reluciente como una chapa de aguador brillaba sobre la mesa. El objeto en cuestión no había sido fijado aún, esperando para hacerlo el instante cronológico que pudiese acusarles su autenticidad; pero éste había ya llegado y, destruída la acción del tiempo, los caracteres campeaban sobre el bruñido fondo con una elocuencia aterradora.