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LEOPOLDO LUGONES

niendo en él los suyos, preguntó con el desenfado audaz que autorizaba su belleza:

—¿Jugaría usted su inmortalidad al amor o al orgullo...

El interpelado frunció ligeramente las cejas.

—Carezco de orgullo—dijo—como no sea el nacional que oficialmente debo a la representación de mi país. El orgullo personal es un error. Y si no temiera pasar por jactancioso, lo definiría como un estado de desconfianza en nosotros mismos, que concluye cuando ya no abrigamos ningún temor de morir.

—¿...Entonces...—apoyó la interlocutora, insistiendo en su desafío.

—...Sólo queda el amor—aceptó el otro con lisura cortés. Pero la inmortalidad a que se refieren los maestros de la sabiduría, prosiguió, no es la bienaventuranza o la condenación de nuestros teólogos, sino el agotamiento de la necesidad que nos obliga a renacer y a morir otras tantas veces, mientras no logremos extinguir toda pasión.

Y para cortar, seguramente, aquel diálogo, generalizando la conversación, añadió con su mismo tono discreto, en el cual insinuábase, no obstante, una gravedad de advertencia:

—Porque en el amor está el secreto del infierno. O para decirlo con lenguaje más feliz, el secreto de Francesca. El infierno es la pasión insatisfecha que a la otra vida nos llevamos...

Todos habíamos callado alrededor de aquel original. Entonces, como él lo notara:

—Pero yo no soy—dijo riendo—un propagandista de la Doctrina Secreta. Recuerdo lo que