afirman sus afiliados, y nada más. Sin contar, agregó, dirigiéndose a la dueña de casa, aquel Nocturno de Chopin que se nos había prometido...
Acabado el Nocturno, la conversación particularizóse en cuatro o cinco grupos. En el mío, formado de hombres solamente, alguien comentaba, con cierto despecho a mi entender, la provocativa insinuación del dilema de amor y orgullo que Clotilde Molina había planteado poco antes al "ocultista".
—Quién es?—aproveché para preguntar en voz baja a mi vecino.
—Un diplomático, embajador de no sé dónde.
En ese momento el hombre dirigíase a mí. Conocía algo de mi obra, por transcripción de revistas literarias, e invocaba la amistad común de José Juan Tablada y de Sanin Cano.
La verdad es que no me fué simpático; pero la cortesía mediante, dado su carácter de forastero mal conocedor de la ciudad por la noche, llevóme en su compañía hasta el hotel donde se alojaba.
—Seguramente va usted a extrañar mi pretensión—díjome de pronto, cuando estábamos a pocos pasos de la puerta. Pero le ruego que suba hasta mi aposento. Tengo que hacerle una comunicación de importancia; pues, no obstante mi propósito de permanecer algún tiempo acá, debo partir dentro de dos días.
Mas, ante mi indecisión asaz displicente:
—Un mandato—afirmó con acento apremiante y sordo. Y estrechándome confidencialmente la mano: