ría mucho más por ello: su actitud, su seguridad, su tranquilidad ante la despedida.
Volvió junto a él, serenada, y sentóse en el diván, mientras él lo hacía a sus pies, para beberla mejor con los ojos, como a una estrella. En lo suyos brillaban, juntamente todavía, la alegría y las lágrimas.
—Nuestro tesoro... —murmuró con aquella sonrisa celestial, en un susurro de ensueño. Diré todos los días tus versos, para ir besando cada palabra al salir.
Estrechóla él con intimidad más profunda. Pero, de pronto, lo estremeció una alarma:
—Cómo has hecho, amor?...
—No te inquietes. Me valí del taller de costura. Tengo dos horas para ti... Para nuestro cariño... Malo que te vas!—añadió con mimosa queja.
Y encendiéndose en ligero rubor:
—Me confié a Blas, que me ha traído hasta aquí cerca, y me esperará. Como me cree tu novia... el pobre!...
Dilató él una mirada de asombro.
—Para el taller y para casa, ando yo en comisión de compras. Tengo ya en el coche el paquete de géneros. Y si supieras lo que contiene también...
Sin esperar su respuesta, inclinóse más, y mirándole bien de cerca los ojos con una especie de amorosa picardía:
—Aquel trajecito escocés que te gustaba. Porque pensé que tal vez tuviera que irme contigo...
Suárez Vallejo alzóse hasta el diván, cubriéndole de besos el rostro.