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LEOPOLDO LUGONES

—Cuánto te quiero!... Mi alma!... mi "mía"... mi valiente!... Pero eso...

—Sí, sí, es una locura. La locura con que yo también te quiero!

Dobló la cabeza sobre el hombro amado con honda queja de ternura.

Mas, él consiguió sobreponerse aún, con energía valerosamente desesperada, al arrebato de sobrehumano delirio que desordenaba en huracanado empuje su corazón.

—Una locura que comprometería sin remedio nuestra dicha... Nuestro pobre dicha, tan contrariada ya.

Hubo un momento de silencio palpitante.

—Y si fuera mejor... —insinuó ella todavía.

Temblaba entera, casi hasta el dolor, en la caricia de aquel brazo que ceñía su aflicción desamparada.

Pues cuán desvalida y miserable sentíase ante la inmensa soledad... Ahora que iba a perderlo.

—No me dejarás así!...

Su voz tornóse tan opaca, que era un aliento. El no acertó más que a bebérsela en un beso, ebrio también de aquel aroma que era el divino regalo de su juventud.

El regalo que le hacía, no por el deleite más temido que apetecible, sino para descansarse el corazón de tanto querer.

—Así, sola mi alma!... Volver así, a mi casa que siento ya ajena, entre los que no saben comprender nuestro amor... Y te desprecian!... No, no; nunca! Por eso he tomado, como dicen, una suprema resolución.