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Página:El Angel de la Sombra.djvu/120

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LEOPOLDO LUGONES

ambos compatriotas, según habíaselo dicho la hospedera, aunque de pasada y con visible intención de eludir detalles, quizá en resguardo de una explicable neutralidad. No excedió, pues, la consideración hospitalaria, que por lo demás creía deber, como servidor a del Estado, al funcionario de un país vecino; y el joven comprendió a su vez, que en la prudencia consistía el mejor modo de agradecerlo.

Fuera del consulado que le ocupaba el día con sus papelotes embrollados adrede, o de una que otra excursión de pesquisa al inmediato poblacho de su bandera, limítrofe arroyo por medio, y también contrabandista sobre aquella fácil vaguada internacional, no salía de su habitación, bastante cómoda, por cierto, hasta resultar envidiable en las siempre frígidas noches.

Sobrábale, por lo demás, para distraerlo, la melancolía de la separación, en la inmensidad de su ventura. El recuerdo de la hora divina lo embargaba tanto, que no sentía ningún deseo de escribir. La grave situación creada con aquéllo, preocupábalo sin angustia. Era un encanto más de la consumad a dicha. Ella lo había querido; y al fundirse así sus dos existencias en una sola vida, realizando el triunfo eterno del amor, inevitable como el destino, sólo le quedaba la congoja de no verla.

Cárdenas, por suerte, escribiríale algo. Al pie del vagón, junto con el abrazo de la despedida, obtuvo para colmo de felicidad esa certidumbre consoladora.

Temeroso de que Luisa no acertara a explicar su ausencia, había padecido cruel zozobra hasta una hora antes de la partida.