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Página:El Angel de la Sombra.djvu/119

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EL ANGEL DE LA SOMBRA

—Entonces, mi adorada...

Entonces, agonizado en congojosa dulzura el arrullo de su cariño, cerró ella, estremecida, los ojos, abandonando aun más sobre el hombro amado su cabeza rendida de amor y fatalidad:

—Me iré contigo o volveré tuya.


LIV


La aldea frenteriza donde se hallaba el consulado en inspección, salió peor de lo que Suárez Vallejo imaginaba. Extranjero y desagradable a la población cuya prosperidad estribaba en el contrabando que iba él a suprimir, su aislamiento era total entre las dificultades multiplicadas por la conjuración del vecindario. Todo el mundo estaba secretamente con el cónsul, taimado vejancón de cepa mestiza, que comenzó por declararse enfermo para atrasar la indagación.

Fué evidente, desde luego, el propósito de aburrir al comisionado con la prolongación de su permanencia en la desapacible fealdad de ese villorrio de páramo, sin más posada eventual que la casa de posta, donde el alojamiento era un favor de la concesionaria, misia Dalmira de Urioste, viuda y heredera de aquel servicio fiscal, vitalicio ya para su finado.

Por suerte de Suárez Vallejo, como la mensajería aparejaba el correo, y de este modo una doble institución hostil al contrabando, con el cual nunca transiguió el difunto, misia Dalmira púsose de su parte, asegurándole así la mitad del éxito. Favoreciólo también, a no dudarlo, la circunstancia de ser