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EL ANGEL DE LA SOMBRA

por Sandoval, y ayudado por todo aquello, que doña Irene no se cansaba de admirarlo.

—Es maravilloso nuestro doctor, afirmaba diariamente a Luisa. Y te quiere tanto, que las huellas de tu enfermedad las lleva él en su cara más que tú misma.

Y era cierto. La decisión del crimen iba acuñándole aquella "cara de verdugo" que el escribano le advirtió. Sombrío hasta lo funesto, parecía que aun a pleno sol conservaba su tez la opacidad lúgubre ele las noches de alarma.

Su tremenda sentencia era aquel envío al mar que seguía creyendo mortífero para las tisis abiertas, a pesar de la teoría biológica.

Jugaba, así, conciencia y crédito, pero qué le importaba ya, si aquella condena a muerte era también la suya. El se iría, claro está, a las tinieblas, detrás de la criatura sacrificada. Con ella y con su secreto incomprensible para el mundo, incapaz en su torpeza de comprender aquel amor. Aquel formidable amor del pirata renacido en su limbo atávico.

Su idea de transformar por un refinamiento de la ciencia el vigor del mar en veneno; su voluntad sobrepuesta a todo escrúpulo; su gozo bárbaro de la muerte-eran eso, de allá venían.

Y por eso mismo, nadie ¡nadie sobre la tierra! nadie, nadie la quería como él.

Nadie; es decir el otro, el probable mequetrefe de salón, indigno a buen seguro del afecto que inspiraba.

Durante la cuotidiana esgrima, a la que había