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LEOPOLDO LUGONES

el blasón alusivo—un león de su color, rampante en oro—amaba la literatura y la aristocracia con verdadera devoción, remachándole al apellido marital aquel de que su propio dueño no usaba, y conservando una enternecida predilección por los nombres románticos que desde luego llevaban sus dos hijos, aun cuando nada satisficiera dicha ocurrencia el gusto ya menos exuberante de ambos jóvenes.

Es así que el primogénito, Efraim, para eludir su afiliación novelesca, firmaba con la inicial de su nombre, a gran despecho de la sensible mamá, quien atribuía esa resolución, por darle en cara, a imitación de la extravagancia pueril con que su hermana hiciera lo propio, desdeñando el nombre de Eulalia que inmortalizaba en ella a la marquesa de Rubén Darío.

Capricho infantil, en efecto, aunque sostenido con genialidad precoz, la chicuela de ocho años saolióle un día con que su nombre no le gustaba, por lo cual resolvía llamarse Luisa desde entonces.

Vanas las reflexiones y las órdenes, nunca se consiguió que dier a el motivo de aquel cambio.

—Pero, vamos—había concluído cien veces la desconcertada señora—por qué no quieres llevar tu nombre?

—Porque no me gusta, mamá. Y nunca variaba de respuesta ni de tono.

Don Tristán que, naturalmente, no daba importancia a la nimiedad, intervino una vez por condescendencia con su esposa.

Mas, como sus apelacion es a la obediencia y al