elegancia como aérea del andar, desvanecían su vacilante ilusión.
Entonces revertíale en el dejo de sangre de su ebriedad, la gloria del crimen.
—Se está quemando!... —pensaba, al verla como luminosa de vida, en aquella inflamación triunfal que iba a consumirla, atizada desde la sombra por su horrendo designio.
El apego más infantil que Luisa le mostraba, su alegría de verlo allá, la vivacidad de su agradecimiento, emponzoñábanlo con mayor torcedura. Cuán apartadas, cuán inexorablemente apartadas de él aquellas manos, poéticas de generosidad, que parecían ir deshojando sobre todos los senderos del dolor una inacabable azucena! Cuán distantes aquellos ojos, aterciopelados de piedad sobre las miserias de la vida! Cuán remotos aquellos labios, en que se distraía como de regreso una sonrisa misteriosa y lejana!...
...A quellas manos que le entregaban, no obstante, en su pulsación, el profundo ritmo de la vida. Aquellos ojos que le imploraban con tanta inocencia la luz temprana del pájaro y del rocío. Aquellos labios cuyo soplo sentía en sus cabellos al auscultar la fatídica lesión.
Y ajeno todo! Ajeno el tiern o herido pecho que le exhalaba su pureza de jazmín! De otro, de otro para siempre!
Ah, no! Siempre, es decir la eternidad, es decir también Jamás—eso era suyo !
El sería también el único. El supremo evocador de aquellos nombres del abismo: Nadie, Nada, Nunca...