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EL ANGEL DE LA SOMBRA
LXXVIII


Por disimulo y desgano a la vez, Suárez Vallejo no concurría al desfile de la explanada. Su presencia en el balneario pasaba, pues, casi inadvertida.

Ocupábase en hojear entonces los libros heredados del viejo profesor, obras raras, por cierto, pero que debía substraer a la curiosidad de Luisa, conforme la doctoral prescripción. Había sobre todo un volumen que lo tentaba.

Formábanlo dos veintenas de pergaminos truncos, que contenían leyes del Consulado marsellés pertenecientes a los siglos XIV y XV; varias actas condales del Rosellón; y la sentencia de una Corte de Amor, celebrada en Narbona a fines del siglo XII. Pero esta última era un manuscrito provenzal que le resultaba muy arduo leer, por el entrelazamiento y las abreviaturas góticas. Su curso de paleografía consular servíale, con todo, más de lo que supuso.

Algunas tardes húmedas o ventosas, Luisa quedábase, prolongando la lección, mientras los demás acudían al consabido paseo. La tía Marta acompañábala como siempre; mas, ahora, recobrando su actividad musical, abstraíase en estudios de piano, con gratísima oportunidad para los amantes.

Forzados a una indiferente actitud, consumaban aquel encanto del coloquio amoroso que habían apenas probado en sus escasas entrevistas, y que para mayor delicadeza, tornaba casi místico la intimidad del susurro.

Era en boca del amado aquella fineza con que