sano, el sueño que sólo con la vislumbre tardía lograba conciliar, fatigábalo como un aplastamiento.
No era descanso, ni lo buscaba, ni lo quería.
Pasábase largos ratos de cara a la pared, siguiendo con el dedo un rombo del empapelado.
¡Y aquel implacable golpe del corazón, que parecía estar cavando en la sombra su calabozo! Aquellos desgarrones de huracán que martirizaban la noche! Aquel tronido del imponente mar!...
Oíaselo a toda hora y de todas partes, potente, enorme, tremendo...
Desde el borroso amanecer, bajo el cielo que se abajaba, embuchándose de lluvia, era otra vez, siempre, aquel asalto al cantil costanero, abalanzado entre cañonazos de espuma, o vomitado sobre el chorreante peñón en borbollón de salmuera verde.
A la parte opuesta, más desolado aún, el paisaje abrumábase en una opacidad de estaño, entristecida acá y allá por charcos turbios y árboles lóbregos.
Toda aquella inmensidad parecía llorar sobre su tristeza.
Cuando, el séptimo día, Luisa, mejorada por completo otra vez, asistió al almuerzo, mucho más demacrado estaba él, y en sus sienes blanqueaban algunas canas.
Había insistido, sin embargo, en partir, por deber de prudencia; pero Luisa reclamaba, precisamente, las lecciones que iban a quedarte como única distracción.