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LEOPOLDO LUGONES

confiar. Parecía la natural transformción de adolescencia en juventud, que suelen precipitar las crisis febriles.

Así opinaba por otra parte Sandoval, después de minucioso examen. Insistía en creer benéfico el ambiente marino, fuera de que habría sido imprudente emprender un viaje con tiempo tan desapacible. Mejor estaba, en suma, allá, sólo con mantener uniforme la temperatura interior.

La verdad es que ante el nuevo síntoma, el doctor había sentido un amago de remordimiento. Mas su diabólica tortura indújolo a martirizarse con nueva comprobación, en la intimidad de la consulta:

—Mira, Luchita, no es por entrometerme en tus tiernos secretos, si los tienes, pero debo insistir en preguntarte si no te domina alguna intensa preocupación... Algún sentimiento o contrariedad ...

En el rostro empequeñecido por la característica extenuación, los ojos, alzados hacia él tras largo silencio, dilatáronse con una inmensa y lenta luz. Pero al cabo de un instante, sus párpados, tan solo, abatiéronse afirmando. Su pálida mano buscaba con vago tanteo la frescura de la sábana.

—Preocupación?... Contrariedad?... —insistió él bajando la voz para disimular el ansia.

En la sombra de las pestañas, que desmesuraba hasta lo abismal ojeras fatídicas, tembló fugitiva la levedad de un ala...

—Si es necesario, entonces... Si tengo que sanar por él...

—¡Por él?