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LEOPOLDO LUGONES

Sólo faltaba leer las firmas de las damas que subscribían el antiguo documento.

Nada lo distraía tanto como la monótona pesadez de ese afán.

Aunque la alcoba de Luisa quedaba en el ala opuesta del edificio, jardín por medio, al levantarse en busca de un diccionario cualquiera, anduvo de puntillas para no turbar el silencio.

Parecíale, tan dolorido estaba, que iba pisando sobre su propio corazón.

La lectura empezó, bastante difícil como para ir sumiéndolo en una abstracción remota. Eran diez nombres que el copista había decorado de arabescos a la usanza oriental: Eleonora de Sabran, Blancaflor de Saluces, Ana Gantelmes, Alicia de Mont-Pahon, Hermisenda de Pierrefeu, Beatriz Malespine, Brianda Tallard, Dulce de Moustiers...

Mas, al descifrar la penúltima firma, el manuscrito se le cayó de las manos.

El soplo del misterio erizó su nuca, abismándolo en estupenda palidez.

Sobre el gótico pergamino, leía, sin creer a sus propios ojos, este nombre turbador, asombroso, quizá fatídico: Luisa de Mauleon.


XCI


Amaneció uno de aquellos días de oro claro, fragantes de pradera y de mar.

Gloriábanse, casi continuos, jubilosos gorjeos.

Suavizaba la urraca, como remota en la poesía matinal, su dulzura de pífano silvestre.