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EL ANGEL DE LA SOMBRA

En el parque inmediato, un arrullo de tórtola enternecía el misterio de la arboleda.

Reanimada por aquella hermosura, Luisa había sentido un gozo tan absoluto de vivir, que al acto quiso levantarse.

Afianzaba, sobre todo, su impresión de salud, la agudeza con que sentía en murmullos y trinos la música de la mañana.

Mas, al traicionarla sus fuerzas, cuando apoyada en la tía Marta intentó dejar el lecho, díjole sin perder su alegría:

—Qué lindo es todo y qué buenos son todos conmigo! Cuando me muera, quiero que me dejen acá, donde he sido tan dichosa.

Y ante la actitud de piadosa protesta, que intentaba fingir despreocupación:

—No, no. Prométame que harán así. No se lo pido a mamá por no afligirla. Suspiró ligeramente, mirándose las manos:

—Me siento sana. Tal vez el milagro del mar que el doctor espera... Y la promesa de mamá a Nuestra Señora... A la Stella Maris... Pero estoy tan conc1uída!... Verdad que me sienta este batón de encajes? Cómo me halla hoy?... No estoy muy fea?...

Abrazó de pronto la vieja ama da cabeza:

—Tía, tiíta Marta adorada! Usted es la única que sabe lo que es querer!

Su recobro fué tan evidente, que animó a todos.

Volvíale aquel sonroseo de perla que tenía algo de iluminación. Su sonrisa era tan amorosa, que parecía reinfundirle una delicada ebriedad.

Jovial con Tato, dulcísima con don Tristán, agra-