prometido infiel, que para mayor pena no mereció el sacrificio de su belleza y su juventud.
Porque, hermosa, lo fué realmente, hasta constituir un tipo, como su sobrina, que se le parecía mucho, según era de ver cuando estaban juntas; pues, más que por las facciones, de mayor finura en ella, asemejábanse por la expresión casi fatal, que parecía sombrear la frente y los ojos con una leve cargazón de entrecejo.
Era, al decir de doña Irene, el rasgo característico de los señores de Mauleon, que para grima suya no había ella sacado, aunque legara, por su parte, a Luisa, la nariz casi griega y la boca de palpitante frescura: una boca grande, vívida, en que la juventud reventaba su generosa flor.
Precisamente, la gracia singular de la joven provenía del contraste entre esa boca y los ojos castaños, de claridad tan nítida, que sin ser melancólica, parecía llorada; pues acentuando así la línea mística del rostro un poco largo, definían aquella oposición en que reside el misterioso imperio del encanto, superior muchas veces a la misma belleza.
Tía y sobrina profesábanse gran cariño, al cual no eran, respectivamente, ajenos, el parecido en que revivía para aquélla lo más hermoso de su noble dolor, y la admiración que éste imponía a la otra, con una especie de trágica superioridad.
Fué así la tía, quien al advertir el interés muy natural, aunque quizá indefinido aún, de la joven, por aquella provechosa ocupación, allanó la dificultad que el consultado no resolvía, disimulando, según costumbre su indecisión tras la impasibili-