dejaría más, absorbió entonces, en una especie de hurañía hostil, su almita exaltada. Sintióse, en cambio, con desconocida felicidad, mucho más dueña de sí misma; y ante la sombra de la noche, parecíale que en la reja de la ventana donde apoyaba durante horas la frente, para contemplar, las estrellas, realizándole un cuento sin principio ni fin, incrustaban los brillante de una corona...
Largo tiempo estuvo ofendida con el doctor, hasta que una desgracia la aproximó de nuevo.
Cierta chicuela expósita, que doña Irene aceptó criar, destinándola para camarera de su hija, cayó grave de tifoidea.
Luisa que hasta entonces no había hecho gran caso de ella, sintió despertársele repentina piedad, al saberla aislada en el Hospital de Niños.
Y harto discreta para no insinuar siquier a un proyecto de visita, decidió "perdonar" al doctor, mediante la promesa de una atención especial, implorada con ternura casi violenta.
Sandoval debía traerle noche a noche su impresión y hasta una copia del diagrama febril, que ella recorría palpitante de compasión, seca la garganta, bajo la angustia de un invencible presentimiento.
Hasta que un día, enervada por la lentitud para ella inicua del mal, arriesgó la petición imposible, afirmando al doctor con suficiencia desconcertante:
—No podemos dejarla morir así.
—Conforme, hijita; pero al pabellón de aisla-