miento no se puede entrar, aunque yo lo quisiera.
—¿De ningún, de ningún modo?
—No, Luchita.
Enmudeció, resignada de pronto; pero al día siguiente muy temprano, la camarera de la tía Marta, primera en levantarse, veíala aparecer ya vestida como para la escuela, con un paquete que le entregó, mientras decíale:
—Acompáñame al hospital. La Flora se muere.
Fué tan imperioso aquel acento de opaca nitidez, que la criada obedeció sin réplica.
Mas, ya en la calle, a los cincuenta metros de sumisa marcha, el eco de sus propios pasos en la avenida desierta pareció volverla a la realidad.
Y balbuciendo por excusa el recuerdo de un calentador que había olvidado apagar, regresó llena de medrosa premura.
Cuando la tía Marta advertida de aquel propósito asomó a la puerta, la criatura, firme en la acera, duro el rostro, congelada en alabastro su palidez, imponía una dominación seráfica. Hubiérase dicho que la vibración de su impaciencia generosa, desprendíala del suelo como un resplandor de voluntad. Obedeció al signo con que la llamaron, comprendiendo lo inútil de la resistencia; pero la tía nunca pudo olvidar la arrogancia dolorosa de su mirada.
Llevaba en el envoltorio un vestido blanco y una muda de ropia limpia. Al atravesar el patio, sin que mediara ninguna pregunta, inútil por lo demás, afirmó con entereza:
—Mándenle entonces ustedes a la Flora ese ves-