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EL ANGEL DE LA SOMBRA

—Por ganar tiempo, replicó brevemente.

Mas, como ella insistió con incrédula mirada:

—Y por precaución... —añadió casi desabrido.

—Pero quién va a atreverse a ofenderlo!—exclamó Luisa.

—Los necios, peores que los enemigos.

Callaron de golpe, cohibidos sin saber por qué, y disimulándose aquel recíproco malestar con un interés musical que no sentían.

Era lo inverso de la otra pareja, cada vez más preocupada de música que de dicción. El caso es que bajo cualquier pretexto interrumpía la clase, formando resueltamente "el partido de Chopin", como afirmaba Adelita con gracioso descaro, y hasta ausentándose a la quinta, donde Efraim descubría aquella estación una interesante precocidad en la florescencia de los naranjos.

—Felices las novias!—había comentado Adelita con alusión trivial.

Mucho avanzaba, por cierto, la primavera, estallando como aturdida de sol en pimpollos y gorjeos, mecida en la cándida languidez de los nubarrones con que parecían soñar su propio azul grandes cielos conmovidos; y adelantada como ella, en un estreno algo profuso de trajecitos claros que le sentaban con verdadero primor, la chica, al decir de Efraim, asemejábase locamente a una mariposa.

"Locamente", expresaba con propiedad la alada embriaguez en que aquella delicia de juventud se abandonaba a la vida.

—Cómo está de preciosa!—había admírado Luisa el último viernes, al verlos salir para el ya habitual "paseo de los naranjos", enternecida a la vez