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Página:El Angel de la Sombra.djvu/42

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LEOPOLDO LUGONES

por tanta hermosura y por la visible inclinación que nacía en la pareja.

—Advierto, dijo Suárez Vallejo con ironía cariñosa, que los naranjos no se cansan de florecer...

Luisa bajó la voz, como si la armonizara con la luz decreciente del salón en cuyo fondo ya obscuro hundía una de sus habituales miradas largas:

—Siempre—meditó—siempre florecerán demasiado pronto.

Una alarma, juntamente indefinida y absurda, angustió a Suárez Vallejo.

—Lo cierto es, rió para sobreponerse, que a mí también empiezan a interesarme los donosos naranjos...

—Quiere que vayamos a verlos?—preguntó Luisa con dulce sumisión.

—No, gracias; malograríamos otra vez nuestra clase. Perdemos ya demasiado tiempo, y no olvide que el miércoles hay asueto forzoso.

—Es verdad, asintió ella con la misma dulzura.

Una variación de la luz tardía transparentó en rosa el cristal de la ventana. Y sobre aquel tenue resplandor, que diluía en irreal fluidez la sombra del ámbito, sin aclararla, no obstante, el rostro de la joven transfiguróse con secreta hermosura. Fué una revelación de pureza extrahumana, tan intensa y tan nítida, que él sintió cortársele materialmente el aliento en temerosa ansiedad de prodigio. Comprendió que acababa de verla tal como era en verdad, y advirtió que lo embargaba una especie de pudor ante el sorprendido misterio de su belleza.