La tía Marta entró, con su discreta oportunidad de costumbre.
Hallaba siempre la ocasión de aislarse un poco, buscando luz adecuada para su encaje o su lectura. O abandonaba el salón cuando lo requería algún quehacer, a veces por bastante rato, para no extremar en sórdida vigilancia la decorosa compañía.
Como todo corazón realmente noble, detestaba la sospecha, más todavía que la vileza del engaño; y aquel contraste que le truncó la vida, lejos de amargarla, infundióle una delicada piedad hacia esa eterna tragedia del amor femenino, suspenso como una florecilla sobre el abismo del inmutable dolor. Descubrió cuán poco valían, en suma, los prejuicios y los deberes, que era menester llevar como la ropa de diario, para no desigualarse con chocante jactancia—ante esa pobre dicha sacrificada bajo código penal por la ya imperdible virtud de los malogrados y de los viejos. Comprendió que la felicidad pasajera es tan irreparable como el dolor de haberla frustrado; pues en el instante propicio que se dejó volar, comienza ya la desventura.
Entonces le sobrevino un inmarcesible candor.
Prematuramente encanecida, adelgazada y pálida como un largo marfil, su traje siempre obscuro, adoptado con rigor de uniforme, habríale dado cierta figura de aya, a no definírsele en una línea de mordiente sequedad el señorío del porte. Sólo las cejas, muy negras aún, echaban sobre aquella