Página:El Angel de la Sombra.djvu/56

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chos que remontaban cometas, sorprendióse preguntándole:

—Sabe usted, Cárdenas, por qué abandonaría M. Dubard la enseñanza de los chicos Almeidas?

—Hombre, como saber, no; pero creo que debió ser un acto de prudencia o delicadeza. A mí me pareció—yo trabajaba entonces con don Tristán—me pareció que no hubo disgusto profesional, como dijeron, sino que el hombre había empezado a gustar de la cuñada—de Marta, eh?—que era lindísima, pero que vivía como una sombra, anonadada por su decepción; y él comprendería que eso, o la diferencia de posición, o todo junto—vaya uno a averiguar...

Interrumpióse de pronto, ante la atónita indignación de la mirada que el joven clavaba en él.

—Ah, pero no, qué diablos! No esté pensando que invento para darle una broma pesada. Eso tampoco se lo voy a permitir, por lo mismo que soy su amigo. He hablado con entera franqueza y estoy dispuesto a pedirle disculpa de un traspié que reconozco, pero no de una mala acción.

Había en sus palabras tal acento de afligida sinceridad, que Suárez Vallejo le palmeó el hombro con cariño.

—Yo soy, dijo, el que ha estado mal. Y además, qué me importa?

—Claro!—apoyó Cárdenas con decisión, aunque soslayándolo al descuido.

No obstante esa rotunda conclusión, el episodio le malogró la tarde.

Resultóle particularmente incómodo pensar que habiendo perdido cuantas apuestas arriesgó, Cárde-