—Qué barbaridad redonda! Pero cómo se le ocurre que yo, un empleaducho... sin posición social... un pobre diablo para ellos ...
—No, eso no, tampoco. Usted vale lo que vale, y el talento empareja la alcurnia.
—Hum!... puede ser. Pero no el dinero.
—Según la gente. Los Almeidas, esto es lo justo, son de los pocos que merecen sus talegas.
—Además, L... u... La hija... usted la conoce, no piensa en novios ni hace caso a nadie. Ha nacido para brillar desde arriba, como la luna.
Sintió al decirlo una firme satisfacción, junto con un vago remordimiento de injusticia. El escribano arrellanóse en su poltrona y cruzó los brazos con decisivo ademán.
—Amigo Vallejo, sentenció, pues lo nombraba siempre por su segundo apellido: mi finado tío el coronel Cárdenas solía decir que toda aventura de amor es un viaje a la luna.
Mientras rodaba hacia el hipódromo el carruaje que los conducía, un cupé vejancón que Suárez Vallejo solía tomar, con opulencia inexplicable para sus medios, pensaba el joven, desagradado todavía, en aquel irreverente nombre de aventura dado por Cárdenas, la tarde anterior, a sus pretendidos amores. Para no fomentarle esa chocarrería, que tal
vez iba a disminuir su estimación por él, propúsose no aludir, siquiera, a nada atinente. Mas, a la primera distracción, causada por un grupo de mucha-