veíase el ancho damero de mármol, sobre el cual, desde el opuesto muro, desmesuraba un antiguo farol la sombra de las macetas. Muchas veces, cuando Luisa estaba así, de blanco, agradábale la fantasía con que los espectros de las hojas salpicaban su traje, como mariposas negras cuyo vaivén divertíase en provocar al balanceo de la mecedora. Asaltado por penosa superstición, Suárez Vallejo habíale pedido esa noche que evitara el sombrío juego, al notar cómo una de las "mariposas" parecía subir con extraña nitidez hata sus labios, desde las losas del piso...
—Y si me negara?... —respondió ella con cierta rencorosa coquetería.
—No haga eso! Usted misma se causa daño así.
No sé de dónde le vienen caprichos tan lúgubres.
Impúsole, al decírselo, una noble seguridad, el deber que sentía de cuidarla con vigilante cariño; y otra vez, como aquella tarde, infundiéronle una recóndita inquíetud sus manos tan pálidas.
Luisa respondióle, inclinando como solía la cabeza con suave docilidad:
—Tiene razón. Es malo, y nunca más lo haré.
Hubo una pausa.
—Con que también pudo faltarnos hoy... —murmuró ella con un acento de ronca dulzura que estremeció hasta el fondo del alma a Suárez Vallejo.
Quebrado el suyo en temblorosa opacidad, respondió él con una pregunta:
—La habría molestado que no viniera?...
—Molestado, no. Me habría resentido. Por qué no iba a venir? Qué le habían hecho? Esta maña-