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LEOPOLDO LUGONES

na, poco antes que lo invitase tía Marta, pensé hablarlo yo, con el propósito de preguntarle si no vendría, para irme también al concierto. No lo hice, porque habría sido una mentira...

Vaciló un instante.

—...Y porque no me oyeran hablar con usted—concluyó de pronto, sintiendo que una angustiosa intimidad la acercaba a él en la sombra.

Suárez Vallejo comprendió, a su vez, cuán hondamente la idolatraba.

La tía Marta vino a sentarse allá cerca.

Una perezosa ráfaga esparció con tibieza de aliento blanda fragancia de jazmines.

En ese momento, estalló en la calle, doblando la esquina próxima, violenta disputa. Dos voces alzáronse con soeces injurias. Oyóse un conato de riña, una carrera precipitada... Y de repente, un hombre en cabeza, atravesó, enloquecido de terror, el patio, yendo a refugiarse en una de las habitaciones ante él abiertas. Otro pasó casi al instante, persiguiéndolo; titubeó entre dos macetas, de túvose bajo el farol, evidentemente desorientado por las puertas obscuras. Cubríale la cara el ala del gacho, y en su mano, alzada aún, brillaba un revólver.

Suárez Vallejo, irguiéndose al punto, y tras un imperioso: "¡Adentro ustedes!", enderezó hacia el intruso con decidido andar:

—No te muevas!

El otro, echando un pie atrás, contestó sin bajar el arma:

—No es con usted; pero no avance, porque tiro!

Suárez Vallejo adelantó aún con dos grandes