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EL ANGEL DE LA SOMBRA

Quietud y silencio realizaron un instante en la eternidad la perfección de la poesía.

Luisa dejó caer sobre el regazo su mano de nítida palidez.

Y con aquella voz de ronca ternura en que arrullaba la inocencia de su abandono:

—¿Era muy chico, todavía, cuando se quedó huérfano?...

Suárez Vallejo se estremeció profundamente.

—Muy niño, respondió con asombro casi huraño. Tanto, que ni siquiera recuerdo a mi pobre madre.

Dijo "pobre" con sombría altivez, como defendiendo al acaso la doliente memoria. Luisa afirmó con mayor dulzura:

—Yo la habría querido mucho.

—No lo dudo, porque usted es capaz ele toda bondad... Como de toda valentía.

—Lo dice por lo de la otra noche?—preguntó ella, estremeciéndose violentamente a su vez.

Y con voz más opaca, pero más firme:

—No fué miedo ni valor. Sentí que tenía que seguirlo hasta la muerte.

Las manos encontráronse con temblorosa intimidad.

—A mí?... Luisa!... A pesar de todo!... Debo creer entonces...

Su actitud respondía mejor que toda palabra.

Echada la cabeza hacia atrás, vencidas las pestañas por una sombra misteriosa de ensueño, el alma, visible en la tenue palpitación de los párpados, entregábase en la boca entreabierta con la delicia casi dolorosa de un éxtasis. Un soplo tan leve, que no llegaba a suspiro, tembló en sus labios. La