embriaguez de la vida imploraba en aquella sed de sumisa paloma.
Salieron del beso como divinizados por luminosa fuerza, convulsos de abismo, en un asombro de resurrección.
Por el rostro de la joven rodaron con lentitud lágrimas claras y ligeras.
—Luisa, mi amor querido, no llores!...
Pasóse ella, con sorpresa infantil, la mano por las mejillas.
—Si no lloro... Si es que... Si es que he sufrido tanto por...
—Por ti... —murmuró él con mimo.
—Y es tan bueno llorar dichosa!...
—Luisa, mi cariño, mi amor del alma!
Bajo las lágrimas que corrían aún, su rostro encendióse con celestial sonrisa. Puesta, ahora, de pie, refugió la cabeza en el pecho amado, rendida con segura intimidad al brazo que la rodeaba:
—Quererlo así!... Quererte siempre!
La vida de Luisa aclaróse, como lejana, en una deslumbrada melancolía.
Ajena a todos y a todo, aquella misma habitación tan íntima, donde había soñado desde la niñez, mirábala con desabrida extrañeza.
El día siguiente a la confesión del amor, amaneció lloviendo. El rumor del agua fué propicio al