Página:El Cardenal Cisneros (03).djvu/9

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ocurrió que la mujer que llevaba presa, daba grandes voces, díciendo, y copiamos en esto textualmente á Luis del Mármol, de cuya crónica sacamos los pormenores, que la llevaban á ser cristiana por fuerza, contra los capítulos de las paces; y juntándose muchos Moros, y entre ellos algunos que aborrecían aquel alguacil por otras prisiones que habia hecho, comenzaron á tratarle mal de palabra. Respondióles soberbiamente; y como en la situación de ánimo en que estaban los Moros, las manos cumplen demasiado presto y bien lo que la lengua dice, lo mataron al punto, arrojándole una losa sobre la cabeza desde una ventana. Suerte igual habría alcanzado el Mayordomo del Arzobispo, si una compasiva mora no le ofreciera seguro debajo de su cama hasta que pudo sin peligro pasar á la ciudad, pues los Moros se alborotaron, y gritando libertad, que es la palabra mágica que enardece y une los ánimos en toda clase de sediciones, y diciendo que se violaban los capítulos de las paces, que era como justificar su motin y echar la culpa de sus hombros sobre los de quienes tal atentado cometían, comenzaron á pelear con los cristianos y á construir defensas y parapetos improvisados, confuso embrión de las modernas barricadas. Granada estaba en rebelión, y los gritos de una pobre mujer fueron el toque de rebato para tanta revuelta, la pequeña chispa del azar á que poco há nos referíamos, que produce los grandes incendios que lo consumen todo.

Y á todo se atrevieron los Moros, pues en seguida tomaron el camino de la Alcazaba, donde moraba Cisneros, poniéndole sitio desordenado y amenazándole con gritos de muerte. Fuerte era la casa, y esforzados y numerosos los criados que la defendían; pero como el peligro arreciaba, rogaron al Arzobispo que se pusiera en salvo, trasladándose por caminos ocultos á la Alhambra al lado del Capitán General Tendilla. No era Cisneros de la raza de esos hombres de Estado, fanfarrones en tiempos de paz, y despreciables mujerzuelas que huyen cuando el peligro asoma, huecas cañas que una brisa liviana echa al suelo, y presumen de altivos robles que el huracán respeta; era, por el contrario, un corazón intrépido y varonil que hacía bien poco caso de la vida, sin duda porque no la reservaba para los goces y refinamientos de los ambiciosos vulgares que se estilan por el mundo; por lo cual, dirigiéndose á sus leales sirvientes é infundiéndoles mayor valor, les dijo: ¡No quiera Dios que atienda yo á la seguridad de mi vida, cuando la de