seca tierra hasta dar en el agua; las ramas retorcidas y las hojas espinosas cantaban a los ojos la trágica lucha. Y el cieguecito acariciaba el follaje triangular del siempre verde peje, cuyas hijas triplemente armadas de poderosas púas amenazaban a las nubes reacias.
¡Cuánto amaba el anciano a ese bosque valiente que contaba sus triunfos por los retoños logrados!
Volvía a verlo allá, a lo lejos, disputando terreno a la montaña, escalonándola triunfador, desplegando sobre las laderas y entre las quebradas su ropaje de esmeralda. Victorioso, el monte se mostró magnánimo. La sierra por él hermoseada dudaba ahora si era más bella bajo la luz esplendorosa del mediodía contrastando la desnuda cima con la verde y aterciopelada ladera, o bajo la luz cambiante del amanecer o del ocaso cuando magnífico arco iris la vestía del pie a la cumbre.
Mecido por estos recuerdos llenos siempre para él de vital consuelo, el cieguecito se internaba en el monte. De pronto se detuvo aspirando una fragancia tan pura, tan llena de amor que parecía renovarlo todo Era su aromo de espinillo por entonces florido. Y, con respeto, el ciego acercóse un gajo.
En vano el atamisqui con su frescor de fruta lo saludó a la entrada del monte. El viejecito estaba familiarizado con ese perfume. No concebía el aire, su aire de sierra y valles, sino oliendo a poleo, a menta, a hierbabuena, a atamisqui, a lágrimas de la Virgen, a verbena... Pero la aroma de espinillo era su fragancia amiga.
La brisa fresca, pura, oliendo a agua, anuncio de cercano amanecer, lo arrancó del rincón favorito, recordándole la diaria tarea aun no comenzada.
¡Siempre soñador, hasta ahora cuando la vejez le permitía moverse apenas!