¡Cómo permitirlo si detrás estaba la sierra en la que aun con guía era difícil orientarse!
Cansadas de luchar, echamos pie a tierra, desensillamos a las pobres bestias para que pudieran pasar más a gusto la noche refugiándose en las cuevas de las peñas y emprendimos, a tientas,, regreso.
Poco a poco el granizo cedió lugar a un verdadero diluvio que nos envolvía arremolinado por furioso vendaval. De los cerros bajaban torrentes con ruido ensordecedor; el sendero, que aun creíamos seguir, estaba convertido en avasallador arroyo cuya agua nos llegaba a la cintura amenazando arrastrarnos.
A duras penas avanzábamos cortos pasos. La oscuridad no permitía vernos el huracanado vendaval cubría nuestros gritos: Y sabíamos que, cerca del sendero, si por él seguíamos aún, corría por el hondo valle un arroyo, desagüe de la laguna que bordeaba la casa.
Amigas, familiarmente amigas, nos parecían las ramas espinosas que nos azotaban caras y manos; amigas, las aristas filosas de la montaña; amigo, el alambre de púa en cuyas rosetas quedaban jirones de nuestros vestidos. ¡Cuánto tiempo erramos por entre peñas y riscos hasta caer rendidas cerca de las casas!
Siglos o segundos, no lo podríamos precisar, tan intensamente se apura la vida en momentos de peligro.
De casa habían salido peones en nuestra busca; las campanas de la finca habían sido echadas a vuelo; mi padre y mis hermanos recorrían los alrededores llamándonos a gritos. La tempestad lo ahogaba todo con su voz: El ciclón, frente a las casas, descuajó álamos y nogales centenarios sin que se les oyera caer en medio del silbar furioso del viento desatado.
Pero en esa tarde, larga o corta, la angustia no llegó a ser medida en tiempo por nosotras que sólo ansiábamos escapar al peligro de morir ahogadas.