Peor, si cabe, fué la infernal noche pasada en la Sierra Grande de Achala, en Córdoba.
Habíamos salido, como de costumbre, a explorar.
Teníamos decidido esa tarde llegar a la Sierra Grande, legendaria desde el tránsito hasta Dolores, porque allí quedan pumas aún. No conocíamos el camino sino por referencias de guías y cazadores.
Jamás excursión alguna nos resultó al principio más atrayente. Un valle paradisíaco seguía a otro y, entre ellos, graciosas serranías que escalábamos a media rienda.
¡Qué no hicimos esa tarde! Por fin y sin saber cómo, nos vimos sobre la ceja de la abrupta sierra: Ni un rancho, ni señas de guarida de animales. siquiera habíamos hallado. Oía encantada, mientras marchábamos, la risa y el parloteo de mi hermanita que alegaba, contra la opinión de nuestra amiga y de su hermano, que para volver a casa no debíamos seguir la pirca que serpenteaba como viborón de piedra, sierra arriba, cuando un sordo trueno lejano se dejó oir: Alzamos las cabezas y vimos en lo alto la nube de la piedra, tan conocida en las sierras, que avanzaba amenazando ensombrecer el cielo todo: No había tiempo que perder. Volvimos grupas y, a galope, por entre piedras y tunales, quisimos desandar lo andado. Inútil tentativa. La obscuridad nos envolvía ya, bajando con esa rapidez pavorosa con que arriba la avanzada de las tormentas en la montaña. Corríamos el peligro atroz de sep arnos unos de otros, los pobres cuatro seres que allá arriba errábamos. Llamándonos a gritos, avanzábamos rienda suelta, entregados al instinto de los aterrorizados caballos. La sierra parecía burlarse de nuestra imprevisión. Sus senderos conducían a un corte a pico o concluían junto a la maldecida pirca.
Perdido el rumbo, enloquecidos los animales por los relámpagos fulgurantes, pasábamos y repasábamos