era el de mis sueños: Por hondo cauce corren las aguas; altos médanos boscosos sombrean sus orillas; grupos de palmeras, higuerales de la India, cañas en tupidos macizos, refléjanse en sus aguas; el verde único de la hierba egipcia sírvele de alfombra y los dehabeahs lo surcan, lentos, con las blancas y originales velas hospitalarias al viento.
Cruza el tranvía el largo puente. Del otro lado comienza la ancha avenida que lleva a las pirámides.
Franjeada de jardines de belleza sin par, sembrada de chalets suntuosísimos, bordeada por triple fila de árboles hermosos, imponentes, soberbios en la plenitud de su desarrollo, esa avenida de 15 kilómetros es única en el mundo.
Admirábala, seducida por el recuerdo que en mí despertó la vista de la roja y magnífica estrella en flor que vi por vez primera en todo su apogeo en nuestro Tucumán donde la llaman "estrella federal"; por vez segunda en los mágicos jardines de la Alhambra donde la llaman "flor de la pasión", y por vez tercera y en la plenitud de su hermosura deslumbradora, camino a las pirámides, donde la llaman "flor del sultán", cuando, a mi izquierda, una conocida silueta se perfila en la lejana linde del desierto que acecha al. Cairo por doquier: Sobre el cielo purísimo que le sirve de fondo, colocado en prominente lugar, eshelto templo, alza a Alá sus minaretes como musulmán en oración: Es ella, es la mezquita de alabastro, copia fiel de la de Santa Sofía,, en Constantinopla: Desde lo alto de la pétrea cintura que defiende del desierto a la ciudad egipcia, vela por los fieles mahometanos elevando al cielo los brazos en actitud de implorar.
Apenas han fijado mis ojos la gentil aparición, cuando un recodo de la vía descubre a la derecha nuea perspectiva: Allá a lo lejos, muy lejos, vagamente precisas, se dibujan las pirámides.